Historias de por acá

La enigmática historia del cementerio fantasma en Mendoza

Quedó olvidado en medio de un campo, lejos de todo. Las tumbas son de pobladores de un lugar desaparecido. Allí quedan solo preguntas sin respuesta.

Después de todo, solo hay una pregunta sin respuesta: ¿Para qué estamos aquí? Solo hay una angustia: la muerte. Solo hay un deseo: no ser olvidados. Quizás sea esto lo que justifica la existencia de los cementerios y sus las lápidas.

La vida de David Alleno es un buen ejemplo de esto. Alleno fue sereno del cementerio de la Recoleta, el más emblemático del país, entre 1881 y 1910. Cuentan que el hombre ahorró toda su vida para comprar una parcela en el cementerio y viajó a Génova, Italia, para encargar una estatua al artista Aquiles Canessa que lo representara con su uniforme de trabajo.

Una vez completada su bóveda y su estatua, David renunció a su trabajo, regresó a su casa y se quitó la vida de un balazo. En el epitafio de su tumba dejó esta frase: “Los vecinos no pueden decir que no tenía donde caerse muerto”, aunque esa frase quedó dentro de la bóveda y ya no se puede ver.

La tumba de David Alleno 

Esta necesidad de perdurar de alguna forma, de ser recordado, es quizá la forma de explicar la existencia de los cementerios, de sus lápidas, de los nombres en las cruces. Muy lejos de Recoleta, perdido entre algarrobos, alpatacos y jarillas, dentro de un campo ganadero y sin nada que lo señale, unas treintena de tumbas conforman un antiguo cementerio olvidado en Santa Rosa, de cuya existencia no hay registros y ningún documento que indique quién descansa en cada sepultura.

Hay que tomar la ruta provincial 153 hacia el sur. Hay que ir de Las Catitas hacia Monte Comán. Hay que andar 64 kilómetros de aquí hasta allá. Salir bordeando la vía desde la estación que supo llamarse José Néstor Lencinas y andar hacia el sur. Unos 30 kilómetros más allá aparecerá Pichi Ciego y a otros 30 kilómetros o un poco más, la abandonada estación de Comandante Salas. No han nada allí, salvo campos y algunos corrales. Algún puestero, vías olvidadas y recuerdos del pasado.

─Hay un cementerio por aquí o al menos eso me han dicho… ¿usted sabe dónde? ─, le pregunté al puestero, que miró desconfiado ya que no hay nada bueno que impulse a un desconocido a andar por allí.

─Si, del otro lado de la ruta, como a esta misma altura. Hay que caminar para adentro del campo─ contestó.

Y si, es así nomás, pero no es tan simple, porque jamás hubo carteles y ya no hay huellas, ni tranqueras, ni senderos, ni nada. O si. Campo alambrado y más algarrobos, más alpatacos y más jarillas. Las marcas de las pezuñas del ganado en la tierra salitrosa y nada más. Ni un cristiano vivo a quien preguntar ni a quién pedirle permiso para entrar.

Caminar como a tientas hacia adentro, hacia oriente, apenas presumiendo. No encontrar, volver al comienzo y volver a buscar. Y así, varias veces. Finalmente a unos 300 metros de la ruta 153, entre la nada y los arbustos y en un área de unos 200 metros cuadrados que ahora solo están marcados por postes y alambres caídos y un portoncito metálico erguido e inútil, aparecen las cruces.

Están en pie o más o menos las que son metálicas, de hierro forjado. Algunas maderas sueltas dan el indicio de que había otras más que no resistieron el paso del tiempo.

Solo tres cruces aun conservan su identificación. “Humberto Bianchi. Fallecido el 14 de abril de 1913. Su hermano le dedica este recuerdo”.

Hay una más allá. Dice: “Esteban Motta. 21/10/1995. Tu esposa e hijo”. Y una más. La placa está sucia. Dice: “Isidoro Rodríguez. Nacido el 14 de diciembre de 1941. Fallecido el 20 de diciembre de 1941”. Hay que limpiar la placa para volver a leer… y otra vez se lee lo mismo. No hay error. Isidoro era un bebé y vivió solo seis días. Su tumba y su cruz están aquí y el olvido han vivido 77 años. Las cruces se debaten entre los algarrobos. O, mejor, los algarrobos las mantienen aún en pie. No hay registros de quienes están enterrados aquí. Ni un solo papel ni nada.

Algunos dicen que su creación fue espontánea y por necesidad, cuando hubo que enterrar en la zona a un obrero austríaco que trabajaban en el ferrocarril y que no tenía familia. Cuentan que por ese entonces el campo era del doctor Eliseo Ortiz, que cedió esa parcela.

Una nota periodista de 2001 rescata un relato. Dice: Francisca Herrera de Pérez, quien vivía en el puesto El Lino, a 35 km de la estación (Comandante Salas), comentó que en el cementerio están los restos de su madre, Juana Méndez, quien falleció en 1940. También allí están “muchos niños pequeños que murieron debido a infecciones en la garganta”. Recordó, que el ex propietario del terreno donde se encuentra este camposanto, Eliseo Ortiz, donó esta parcela que abarca unos 30 por 20 metros, para que, dijo, “tuviéramos cerca a nuestros difuntos”, y trajo un sacerdote que bendijo la tierra. “Luego - contó- la parcela fue cercada con alambre y colocamos una puerta de hierro por donde ingresamos a visitar las tumbas”.

Y la misma nota da cuenta de la historia del mentado Bianchi. Así dice: Francisca Herrera, Fausto Gil y Francisca Cobos viuda de Motta, recordaron las anécdotas que les contaron sus padres y relataron la historia de algunos de los difuntos. “Por lo que decían en aquella época, la primera tumba que apareció en el cementerio fue la de Humberto Bianchi, un obrero de origen austríaco que se radicó en la zona a raíz del trabajo que realizaba en las vías del tren. Este hombre y la esposa del jefe de la estación se enamoraron perdidamente y mantuvieron una relación que fue descubierta por el esposo de la joven, quien juró matar al amante. “La amenaza no llegó a cumplirse -prosiguió su relato Fausto Gil- porque Bianchi se suicidó ante el cariz que tomaron los hechos. Ahora, el cadáver yace en el centro del cementerio y la tumba se encuentra cercada con cadenas, tal como indicaba la tradición que debe hacerse con quien toma la decisión de quitarse la vida”. La tumba aún está así, encerrada entre cadenas.

Claro, los cementerios son lugares silenciosos. Pero ninguno tanto como el de Comandante Salas. Algunos tuvieron la intención de transformarlo en una curiosidad turística. Quizás sea buena idea o quizás sea mejor que siga así, tan olvidado como hasta ahora.